
Es de noche y la guardia se hace larga. Por el pasillo se escuchan algunos monitores sonando, y algunos pasos envueltos en bolsas de plástico. Frente a mí puedo ver mis propias gotas de sudor, discurriendo a través de los lentes de seguridad. Entorpecen mi visión, pero he aprendido a ignorarlas, de lo contrario puedo marearme si intento enfocar la vista. Ya me ha pasado. Me retiro al cuarto de descanso, sólo por unos minutos. Estoy bien, pero tengo un fuerte dolor de cabeza, otra vez, culpa de los lentes de seguridad, ajustados y apretados, bloqueando la entrada del virus (y la circulación sanguínea al parecer).
Me recuesto por un momento en el sillón. A través de la ventana puedo ver, no muy lejos, a mi alma mater. Me encuentro de guardia en el área designada para tratar pacientes enfermos de COVID-19. El hospital en el que laboro está justo frente a la que alguna vez fue mi escuela. Al ver por esa ventana me invade la nostalgia. Vívidos recuerdos vienen a mí, sobre mis compañeros, sobre las risas en los pasillos, sobre el miedo antes de un examen, y de todas las clases con mis Maestros (con mayúscula, porque de varios aprendí más que sólo medicina). Pero en general, son recuerdos de un tiempo mucho más sencillo, más feliz. ¿Quién habría imaginado que a sólo unos años, esos estudiantes tendrían que estar al frente de batalla, contra una de las pandemias más importantes de los últimos 100 años?
Tal vez fueron todos los recuerdos, tal vez fue mi auto-sedación con mi propio dióxido de carbono. Sin importar lo qué haya sido, comienzo a sentirlo: Esa sofocante sensación de que algo anda muy mal. Conozco esta emoción. Entre broma y broma con mis amigos la llamo mi “sentido arácnido,” como ese preludio de que algo terrible se acerca. Pero en el fondo la reconozco como lo que es: Ansiedad. Ese terrible estado en el que diferentes preocupaciones, ideas y miedos, irrumpen tus pensamientos, dejándote asustado, listo para huir o pelear contra alguna amenaza invisible e imaginaria.
El problema es que en esta ocasión, la amenaza sí es invisible, pero también es muy real. El Coronavirus ha llegado a tocar cada fibra de nuestra sociedad. En estos días no importa hacia donde te dirijas, es el tema que más se escucha. Si miras a las redes sociales, la televisión o la radio, es casi seguro que no pasará mucho tiempo antes de que se haga alguna mención de la enfermedad. Esa fue una de las razones por las que, desde hace poco más de 2 meses, decidí aceptar este trabajo. Reconociéndome como una persona con cierto grado de trastorno de ansiedad, para mí era mucho peor estar siendo bombardeado constantemente por noticias sobre el SARS-COV2 y estar sin hacer algo al respecto, en vez de poner manos a la obra y, dentro de mis posibilidades, hacer lo que me toca.
Cada guardia, o cada turno, tienen sus retos. Uno no se acostumbra a llevar puesto el equipo de protección, en realidad no creo que eso sea posible. Simplemente, quizás cada vez es un poco menos difícil prepararse mentalmente para ello. No me malentiendan, doy gracias a Dios por tener el privilegio (que en realidad debería ser una garantía para todo trabajador de salud) de poder trabajar con todas las medidas de protección que se requieren para atender a un enfermo con COVID-19. Sin embargo, portar ese traje te genera inconvenientes físicos, psicológicos y también emocionales. Me refiero a que al entrar a ésa área, sabes que no podrás ir al baño, beber agua o comer algo hasta acabado el turno. Al entrar, sientes que la gravedad se hace más fuerte. Una parte de ti, cómo un perro demente, quiere salir huyendo, mientras la otra parte la detiene, aferrándose a una delgada correa de cordura.
Una voz por el intercomunicador me llama. Hay un monitor en la habitación de una paciente que no deja de sonar. Se trata de una paciente de la tercera edad, de más de 90 años. Sus ojos fijos con la mirada pérdida me dicen que está absorta en sus pensamientos. Hace poco que la conozco, y no tengo forma de saber si su agudeza visual es buena, o si tiene la capacidad de escucharme cuando le hablo. Lo único que puedo entender es que tiene cierto deterioro cognitivo, que no nos permite entablar comunicación. Así que uso el único recurso que queda, el tacto.
Cuando estás en ésa área, todos los trabajadores de la salud nos vemos iguales. Todos tenemos los mismos trajes, los mismos lentes, los mismos cubrebocas. Creo que quizás incluso no podría reconocer a algunos de mis compañeros si los viera fuera del área. Y para los pacientes, ¿eso qué significa? Significa ser atendido por entes revestidos en trajes que intentan marcar una barrera entre ellos y las personas que intentan ayudarlos. Todos se ven iguales, todos se mueven torpemente iguales. Mencioné los perjuicios emocionales de tener que usar estos trajes, y éste es otro de ellos: Cuando no hay cura para una enfermedad, cuándo la terapia de soporte falla y lo único que queda es paliar los síntomas, uno quiere ser el tipo de médico que acompaña a su paciente en su dolor. Quieres verlo a los ojos y reconfortarlo, tomarlo de la mano y al menos asegurarle que no estará sólo. Sin embargo, nada de eso se puede en este lugar. Los lentes empañados cubren mis ojos, dos pares de guantes en cada mano me separan de mi paciente y ¿por qué no decirlo también? El miedo a contagiarme, de volverme cómplice involuntario de esta pandemia, me hace querer pasar sólo el tiempo más estrictamente necesario, en la habitación de cada enfermo.
En esta ocasión, sin embargo, me contengo. Me aseguro que sus signos vitales estén bien, que los analgésicos hayan sido administrados y que la oxigenación esté en niveles adecuados. Le comento todo ésto a la paciente. Si ella me entendió o no, nunca lo sabré. Y a pesar de que en ese momento todo se ve bien, sé que un paciente de su edad y en sus condiciones puede dar un giro en cualquier momento.
Se llega la una de la mañana, mi turno terminó. Mi compañera de relevo llega y rápidamente le comento las novedades, los pendientes, el estado de cada paciente y sus medicamentos. Me dispongo a irme, tratando de no verme tan aliviado por ello. El proceso para retirarme el traje me lleva 15 minutos. Debo hacerlo con cuidado. Sé bien que éste es el punto donde se da la mayoría de los contagios entre el personal de salud. Después de eso me dirijo a los vestidores para darme un baño caliente.
En el camino a casa manejo tranquilo. Las calles están desiertas. Tengo tiempo para pensar. Y pienso… ¿en qué pienso? Pienso en que ojalá así de vacías estuvieran las calles durante el día. Al mismo tiempo pienso, que ésa es una idea egoísta, quizás tomada sólo a partir de mis experiencias. Pienso en que, para el padre de familia que ve su alacena vacía y a su bebé recién nacido, la realidad del día a día es mucho más aterradora que la de un virus invisible que los medios dicen que existe. Pienso en que si todas esas personas que se encuentran ante una situación económica difícil, hubieran tenido las mismas oportunidades que otros, quizás no tendrían que salir a exponerse al virus todos los días, con tal de ganarse un plato de comida caliente. En cierto modo, no creo que seamos tan diferentes. Yo hago lo que me toca, ellos también hacen lo que tienen que hacer. Ni más ni menos. No puedo disculpar el comportamiento de aquellos que hacen filas para comprar sus cervezas, pizzas, pasteles y demás gustos no esenciales. Mucho menos a aquellos que han actuado contra el personal de salud, agrediéndoles física y verbalmente. Sin embargo, es agotador lidiar contra la ignorancia, la terquedad y el egoísmo, y en estos momentos, prefiero dirigir mis energías en otras áreas.
Al día siguiente me confirman, la paciente de más de 90 años no logró pasar la noche. Falleció estando sola, rodeada de personas cubiertas en trajes de tela y plástico. Es una realidad terrible, pero es la realidad que nos toca vivir. Por hoy puedo descansar, no me toca regresar hasta dentro de 24hras. Puedo hablar con mis padres, ver cómo están y contarles cómo ha sido todo. Puedo desahogarme un poco y relajarme. Pero pronto tendré que regresar y espero entonces poder ser útil para el que lo necesite.
Médico Geriatra en Monterrey, N.L.